enero 31, 2011

Córdoba

Si tuviera que definirla con una palabra, diría que Córdoba es "laberinto". No sé si Borges conoció la ciudad (supongo que si no la conoció, la imaginó); creo que habría quedado fascinado con la imagen de una urbe antigua que sobrepone diferentes capas de su historia, que se enrolla sobre sí misma y donde en cada esquina se esconde algún secreto... o al menos uno imagina encontrarse con lo que uno imagina es un secreto.

Tal vez porque Córdoba es un laberinto, los reyes cristianos decidieron respetar la traza de la ciudad, cosa que no sucedió con Granada, donde sólo acertaron respetar a la Alhambra.

No es la primera vez que piso un terreno antiguo y una tierra que es como una cebolla que encierra en un solo espacio diferentes historias: Estambul es así: un tanto cordobesa, y sin embargo, no tiende al caos cordobés: es como un cuerpo que tiene arrugas y al mismo tiempo no deja de ser una piel joven.

Y a pesar de que esta ciudad es un laberinto, me parece encantadora, agradable, digna de caminarla varias veces.

Séneca:

No logro imaginarme a Córdoba en la época Romana: por todos lados pareciera que estuvo Roma, pero sólo se ven algunos vestigios de lo que fue su traza urbana: el puente que cruza el río Guadalquivir es recto y maciso; hay restos de un templo romano, y los vestigios son de una ciudad ordenada y orgullosa de sí misma... Fuera de eso, hay pedacería que trae también noticias del pasado: fragmentos de mosaicos polícromos, gozosos vestigios de personas que quisieron hacer de sus vidas un festín. Viéndolo bien, no sé cómo pudo haber surgido un personaje como Séneca: una filósofo que predicaba la mesura y el autocontrol. ¿Será que no estoy leyendo bien el pasado o que no he entendido bien a Séneca?

Séneca, como buen torero, se suicidó el día en que Nerón, su alumno, le dio la orden de hacerlo. Algunos dicen que Séneca le fue fiel a sus enseñanzas al obedecer, no obstante que sabía que su alumno actuaba de manera arbitraria; imagino al cordobés mirando a la muerte a los ojos, sin chistar, sin miedo.

Adriano y el Inca Garcilaso:

Un extraño que se formó en Córdoba, que aprendió a quererla y que se preocupó por mimarla y hacerla suya. Dicen las reseñas que el que sería emperador de Roma se formó en Córdoba y que al llegar al poder, hizo todo lo posible por embellecer esta ciudad.

Pero hay otro extraño que hizo suya a Córdoba: el Inca Garcilaso. Hijo del Perú, descendiente de Tupac Yupanqui, Garcilaso abandonó su tierra para adoptar a Córdoba como su hogar. Este caso es otra paradoja de las identidades: Cortés pidió que se le enterrara en el Nuevo Mundo; Garcilaso, que se le dejara en Córdoba donde la ciudad le rinde homenaje en la Catedral-Mezquita.

Averroes y Maimónides:

El primero, judío, el seguno, árabe; los dos, cordobeses. En todo caso, hombres abiertos a pensar al mundo de manera diferente y de pensarlo dialogando con Aristóteles. Gracias a los dos, Santo Tomás conoció el pensamiento aristotélico y occidente continuó indagando al cielo, las plantas y la maquinaria del cuerpo humano, no como fronteras infranqueables, sino como origen de la maravilla de Dios hecha materia.

Saris y Santiago:

Los dos nombres no aparecen en el título, pero ellos están en todas mis reflexiones y en mis vivencias: cómo tengo ganas de compartir con ellos mis pasos, caminar con ellos en estas calles y escuchar con ellos el andalús; mirar las cosas con ojos encantados y con el deseo de siempre verlas así: como si siempre fueran algo nuevo que nunca hastía ni cansa.

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