julio 28, 2010

Fin de una etapa

La etapa de lactar a Santi está llegando a su fin. De las más de siete veces que llegaba a lactarlo en un día, ahora sólo hace un par de tomas: al despertar, y al medio día si le apetece un poco.
La toma de la noche, para dormir, se la retiré hace un par de semanas pues la verdad, ya era más chacoteo de su parte que ganas y necesidad de alimentarse: chupaba un poco, luego jalaba la teta, la soltaba para hacer ruiditos y continuaba sus jugueteos de treparme, alcanzar el borde de la cama o recargarse sobre la pared como quien ora en el muro de los lamentos (sólo que a Santi le parece alucinantemente divertido).
Luego yo lo volvía a acostar a mi lado, le acomodaba sus pies en alto para que estuviera más cómodo y reiniciábamos…. tan sólo para que un minuto después, él tomara mi mano y se pusiera a agitarla, intentara voltear a otro lado sin soltar la teta y volviera a separarse, ahora, para localizar el control de la televisión, tomarlo y lanzarlo al piso.
Así que capturarlo y volverlo hacia mi lo ponía bastante activo cuando se suponía que ya debía empezar a desconectarse, dormir, descansar.
Aunque está cerca, no me imagino aún el día en que ya no lo lactaré ni una vez, en que mis pechos no volverán a llenarse, en que será irrelevante palparse los senos.
Recuerdo cuando Santi era tan bebé que lactarlo era como inyectarle el seno, cuidar que su boca abarcara todo el pezón y hasta contar las succiones por minuto para verificar que se estuviera alimentando con suficiencia. Entonces, sus ojitos estaban siempre cerrados al comer y sus manitas tomaban mi dedo meñique y no lo soltaba ni movía hasta terminar.
“Ponerlo a repetir” era el tránsito constante de lo angustioso a la paz y la señal de que podíamos cambiar de lado para continuar.
Hay pocas cosas que me reporten mayor “completud” que esos momentos en que, una vez terminada la comida del bebé, Santi se quedaba dormido recargado entre mi pecho y mi hombro, yo sin poder verle su carita, pero conectados su latido y el mío. Moría por que llegara la siguiente ocasión en que ambos nos quedáramos así, tumbados en mi sillón amarillo.
Luego lo de dormir sobre mi, cambió, como cambió el que sus manitas agarradas a mis dedos se quedaran quietas. Lactar tiene una evolución propia para la mamá y para el hijo, con tantos matices que no creo recordarlos todos.
Santiago tuvo su época en que con su mano apartaba la mía y luego otra en la que la tomaba para indicarme qué caricias quería. Al principio, digamos hasta cerca del quinto mes, siempre lo lacté estando yo sentada, con apoyos de almohadas de respaldo y cargándolo completamente. Luego agarré confianza en mi manejo para poder alimentarlo estando ambos acostados. Fue una delicia.
Lo que ha permanecido idéntico son dos detalles, uno natural y otro inducido. El primero es que Santiago suda mucho en cada lactación. Cabeza y frente se le van llenando de puntitos transparentes a los pocos minutos de empezar su comida y cuando se desprende del pecho también tiene bigotes de sudor.
Lo inducido es que nunca lo acostumbré a “cubrirnos” para lactar. Ni con sabanita, ni cobijita discreta o esa especie de manteles que se amarran al cuello de la mamá y que por una parte permiten ver al bebé sin que nadie más vea la acción.
Para mí, antes de la moral y el pudor, estaba el organizarme la mecánica de cargar al niño, sacarme la teta y demás detalles que ya he contado. Y como veía que lactar libera mucha energía en forma de calor, tanto para el bebé como para mi, desde el principio me pareció innecesario cubrirme para alimentar al niño. Así que cuando por alguna situación quería “taparlo” para comer, él no se dejaba.
“¿Por qué si lactar es lo más natural del mundo una tiene que taparse?”, pensaba. “¿Por qué incomodo a otros? O ¿Por qué me debo incomodar porque me vean lactando a mi hijo?”. A la fecha, no tengo respuestas.
Recuerdo que la primera vez que lacté a Santi “en público” fue en el Chilis. Santi tenía unos 20 días de nacido y fuimos a comer con mi amiga Mónica y otros amigos. En los de mi mesa nadie hizo aspavientos, pero los comensales vecinos me “echaron el revisón” unos y otros “miraron pa el otro lado”. Tarik intentó “hacerme casita” pero de inmediato vió que era más útil que me ayudara a acomodarme al niño que actuar el pudor.
Lactar fue muy doloroso al principio. Llegué a entregar lágrimas antes que gotas de leche y alguna vez sentí que el niño, para “protegerme del dolor”, rechazó el pecho. No hubiera persistido de no haber sido consciente del valor de mi meta; establecer la lactancia fue para mi un objetivo racional completamente, pero termina siendo una experiencia de todos los sentidos y un toque emocional muy profundo.
Aunque está cerca, no me imagino aún el día en que ya no lo lactaré ni una vez, en que mis pechos no volverán a llenarse, en que será irrelevante palparse los senos, en que mi bebé ya no estará tan cerquita de mi. No me imagino el día, aunque esté tan cerca.

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