octubre 25, 2012

Un post de lenguaje infantil y madre anonadada.

Ocho meses son una barbaridad en términos de abandono. Todo este tiempo ha pasado desde mi último post. Corren días de mucha producción obligada de textos y argumentos, que no parecen propicios para retomar el registro de mis experiencias mejores con mi hijo. Pero así soy, aunque suene a meterle más presión a la agenda, apuesto a que escribir de lo más simple ayudará a fluir lo más pesado… A ver, aquí vengo de vuelta. Atestiguar el proceso de adquisición del lenguaje por parte de mi hijo ha sido una de las cosas más emocionantes y aleccionadoras en el segundo y tercer años de vida de Santi. A la simpatía que causa que el balbuceo de un bebé se exprese con entonación de interrogantes, admiración, o de una conversación telefónica cuando no ha pronunciado en realidad ninguna palabra, se sigue la magia de la repetición creativa de las palabras que se escucha de los adultos, la machacona insistencia a pronunciar términos que causan escozor o incomodidad en los oyentes tales como pedo, popó o caca, y a la siempre dificultosa conjugación de los verbos irregulares. Empecé coleccionando los verbos que más continuamente mi hijo pronunciaba con error. Aquí una muestra: “¿le puniste yogur a mi cereal?”, “Sí sabo dibujar pescaditos”, “Renato no juga conmigo”..... Al principio lo corregía en cada pronunciación errónea, pero luego de tenerlos apuntados en mi pizarrón de trabajo y ver que las conjugaciones irregulares no son más que caprichos hechos tradición, que terminan de sonarnos mal a los oídos luego de muchas repeticiones seudo corregidas, dispuse no sumarle molestia a lo que de por sí es incomprensible y decidí que no volvería a corregir estos errores de conjugación, para que la mente de Santi descubra la arbitrariedad social que también el lenguaje acarrea. Luego vinieron las palabras incómodas. Popó ha sido su preferida. Siguiendo las recomendaciones de expertos, decidí no reconvenirlo por su pronunciación, sonora e insistente, lo mismo sentado en el baño, que en el auto o en el comedor, adosado a personas “Papá Popó”, o como adjetivo de alimentos…. Pensé que como todas las modas pasaría en unos cuantos meses o que, a fuerza de no tomarle importancia, la afición por la palabra popó se desvanecería. No fue así. Luego seguí por semanas la estrategia racionalizadora de explicarle que no se trataba de una palabra mala, fea o prohibida pues debemos comer balanceado para que diariamente, en algún reposado momento del día la materialicemos en el trono de Mimú (un oso que aparece en un libro y relata las peripecias para montarse sólo en la taza del baño), pero que el debía entender que repetirla siete veces cuando esta saludando a la novia de su tío o a la vecina de su abuela, que son las dos mujeres muy limpias, les resultaba desagradable y debíamos respetar su sensibilidad a la materia orgánica. Tampoco funcionó. La táctica de anunciarle la pérdida de un golosina vespertina si pronunciaba con insistencia el residuo final de su digestión me pareció bastante menos educativo así que yo misma lo aborte. Di paso a juegos de deconstrucción del término, para que, si no lograba quitarle la popó de su vocabulario habitual, al menos pudiera considerar una variables lúdicas y más enaltecedoras a su “popochas”. Santi decía popó y yo completaba “Popoca”, el apellido de unos parientes lejanos. Santi salía con su popó y yo, “Popocatepetl”, un volcán activo junta a una mujer dormida. Santi recordaba popó y yo “Popotla”, una estación de metro donde se dice ocurrió una noche triste. Santi popó y yo “ropopopon”. Opciones agotadas, llevamos un año y la popó es prueba no superada.

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