Con toda la avalancha de noticias y revelaciones sobre casos de pederastia en la iglesia católica, pero sobre eso, la respuestas de las distintas jerarquías y seglares que se daban a las mismas, llegué a preguntarme en las últimas semanas si tenía caso bautizar a mi hijo, si pedir por ese signo, que mi hijo entre a esta iglesia mia.
En mi familia se usa que los bebés se bautizan lo más cercano que se pueda a su nacimiento.
Mi padre, que en alguna época fue católico muy devoto y hasta militaba en el MFC, llegaba al extremo de llevar a bautizar a sus primeros hijos (con los últimos parece que ya se había vuelto ateo) antes de los diez días de nacidos.
Mi abuela materna, por su lado, era tan exigente con esta cuestión que cuando uno de mis sobrinos llegó a los seis meses sin recibir “las aguas del Jordán” emprendió una campaña con toda la familia, (mi madre en calidad de abuela la sufrió especialmente) para señalar la grave y peligrosa omisión del primer sacramento y la responsabilidad que cada quien tenía –no sólo los padres, eh!- de que ese niño no hubiera pasado por la pila bautismal. “Ése niño no se va a enseñar a hablar porque no está bautizado”, decía con total convicción.
Por mi parte, he pensado que a ratos mi querida abuela Sara ha de salir de su descanso eterno, de la alegría perenne en que habita su alma, nomás de la preocupación que el hijo (Santi) de su nieta tan querida (yo) esté perdiendo gracias y dones tan importantes que se adquieren con el bautizo.
Pero así soy yo, saben? Le doy vueltas a lo que de por sí se que voy a hacer… hasta donde está escrito lo que sigue, yo me pregunto si es lo que sigue Ja ja pero, a la par de esta nueva duda intelectual y espiritual, la verdad es que inicié y seguí los preparativos del bautizo de Santiago.
Entonces, lo siguiente era enfrentarme a las pláticas prebautismales que son obligatorias. Como me esperaba un par de sesiones con lo más retrógrado del aleccionamiento católico, me preguntaba si mi actitud iba a ser de “dejar pasar” o de “plantar cara”.
Para mi sorpresa, se trató de dos pláticas impartidas por tres parroquianos de la Divina Providencia, dos de ellos eran esposos, los tres pasaban de los 50 ó 60 años.
Las sesiones las abrió la señora. Con apenas recargarse en un atril y sin escrito de por medio, la ñora habló 40 minutos, captó mi atención y me puso a reflexionar. Ví que ella se ha preparado en la doctrina y en interpretar su experiencia personal a la luz de la fe y las enseñanzas de Jesús. Luego hablaron los señores y también lo hicieron con solvencia, pero en mi opinión fue mejor ella.
Algo insistente en la charla fue que ellos no hablaban porque fueran perfectos, libres de pecado o muy doctos en la palabra de Dios sino porque desde su pecado y su lucha por acercarse a Jesús se sentían obligados a hablar a otros, a pedirles que abran los oídos, a compartir su esperanza liberadora en Jesús. Me pareció una postura tan auténtica como contrastante con la posición dominante de la jerarquía católica que ante el señalamiento de sus faltas, desde el Papa hasta el Arzobispo, pasando por los directores de seminarios, los párrocos o los dirigentes del episcopado, dicen que se trata de una acción deliberada y organizada para dañar a la Iglesia y no lo reconocen como un momento de contrición.
Pensé que algo en mi iglesia tiene que cambiar para que mujeres como ella puedan llevar la prédica en una misa o celebración, pensé que quizá a Santi le toque atestiguar estos y otros cambios, especialmente el que se refiere a la forma de entender la homosexualidad que fue el único punto en que las pláticas prebautismales que les cuento, percibí en los expositores el rechazo y condena, inhumana y anticristiana que campea por toda mi Iglesia.
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